lunes, 6 de mayo de 2013

Por un palmo de tierra

El joven soldado arremetió contra los enemigos. La pólvora barata, la metralla usada, las trincheras destrozadas, los gritos arrancados de sus compañeros.
Nada detuvo el avance de su espada y su yelmo.
Sintió miedo, terror, pero también orgullo. Su pecho se vio repleto de fuerzas solo comparables a las de un huracán, al terror de la desproporción abrumadora de la fuerza de un terremoto. Él era aquello y mucho más.
¿No era acaso un soldado de su país?

Cuando llegó a las trincheras enemigas, descendió y se batió en duelo con uno de ellos.
Y no era como él pensaba que eran. No tenía escamas, no tenía alas ni colmillos. Su baba no sobresalía de su cabeza. Su pelo era igual que el suyo y no se había abalanzado sobre él con ansias homicidas. De hecho, podía ver el miedo en sus ojos. Sus manos, humanas, temblaban blandiendo, no un tridente ni un hacha. Blandía una hoz, una triste hoz, mellad y gastada. Sus ropajes no eran armaduras con pinchos, ni restos humanos cosidos entre sí. Eran una camisa de tela blanca, un fajín rojo y unos pantalones ajados ya de tanto uso. Sin embargo, el joven soldado pudo observar algo en sus mirada. Quizás no era un soldado, por dios ni  siquiera era capaz de blandir aquella hoz de manera peligrosa. Quizás no tenía armaduras, como la suya, o la instrucción necesaria...
...pero aquel campesino, componente del terrible enemigo de monstruos que le habían mandado a él y a los suyos acabar, derramaría toda su sangre por aquellos y aquello por lo que luchaban. Y advirtió, entonces, que aquellos a los que sus gobernantes llamaban monstruos, enemigos del progreso, abadía de la oscuridad, o simiente del terror de un sistema en auge, no eran más que hombres con tierras propias que se negaban a ceder su patrimonio a unos enemigos repudiables.

Y el joven soldado sintió en sus adentros la mayor vergüenza que puede caber en un corazón puro, aún incorruptible, aunque consciente que aquella era una batalla perdida.
Y al arrojar su espada al suelo, en signo de paz, no pudo más que decir:
-Luchemos, al menos conservaré la conciencia limpia.

Y se cuenta que la luz que desprendió aquel acto hizo ver a sus compañeros, a sus amigos, a sus compatriotas, el terrible enemigo que estaban enfrentándose, y cesó la pólvora. Los cañones callaron, las armas dejaron de teñirse de sangre, y sin embargo, todos sabían que todo aquello era inútil. Sus gobernantes matarían y destrozarían a todo aquel que defendiese aquel palmo de tierra.

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