Poncio se despertó de su letargo. Eran ya tres los días que su ciudad estaba siendo asediada por arietes y catapultas, bajo la incesante lluvia de cientos de arqueros y la atenta mirada de sus soldados. Él era el último oficial con vida, y sobrevivió porque fue el primero en poner su espalda en contra del portón, por lo que las flechas no podían matarlo. Tras numerosas bajas habían decidido que medio ejército colocase los escudos sobre sus cabezas al tiempo que el otro medio aguantaba el portón, medio cerrado.
El rey no aparecía. Su séquito, el auténtico grueso de la armada de la ciudad era ausente, quizás habían huido, quizás estaban en una refriega, quizás habían muerto, no era verosímil, solamente importaba que Poncio se encontraba solo con un puñado de hombres contra un ejército preparado.
Las caras de los pueblerinos era un reflejo del corazón de sus hombres, y hasta el capitán de segunda sabía que la victoria de cualquier batalla dependía enteramente de la moral de sus hombres.
-¡Bueno señores, creo que ha llegado tiempo de apartarnos de esta puerta! ¡Creo que es hora de dejar nuestra sed de sangre que se nutra!
-¡¿ De qué hablas!?-Preguntó un soldado frente a él, pasmado.
-¡Hablo de la gloria de nuestra victoria! ¡Hablo de levantarnos del estiércol que es el miedo! ¡Hablo, señores...hablo de que vamos a ganar una batalla, donde seremos unos pocos, donde ellos serán muchos, donde ellos rugirán de miedo y donde nuestros hijos recordarán este día como el día en que la muerte puede llegar a temer a los humanos!
-¡ Callarle la boca a este insensato!-Exigió un viejo soldado, que, aunque curtido en varias batallas, no veía en aquella mas que la muerte.
Poncio dio un paso adelante, apartándose un poco del portón. Cogió su espada y la levantó a lo alto.
-¿De veras queréis dejar en este mundo una macha de vergüenza por temer algo difícil? ¡Los refuerzos no van a llegar, porque los refuerzos están dentro de vosotros!
-Un par de soldados a su lado hicieron ademán de cogerle, pero sorprendentemente unos otros pocos desenvainaron sus espadas y les amenazaron con cortarlos el cuello. Se hallaban todos bajo un manto de escudos, pero las palabras de su capitán emergían al lado de todos ellos como el viento entre los árboles.
-¡Ellos llevan días asediando a un pueblo, pero de la misma forma, cada uno de nosotros aguantamos golpe tras golpe en nuestra vida...y aquí estamos, vivos! ¡No es la muerte lo que puede detener a un hombre, si no el miedo a esta! ¡Y yo digo...acojonemos a la propia muerte con un grito libre y poderoso!
-Y dicho esto Poncio se dio la vuelta, y con un poderoso golpe de su espada corto la enorme viga de madera ya dañada por las embestidas de los arietes.
-¡Es hora de derribar algunos gigantes!-Exclamó, al tiempo que las puertas se abrían, y sentía como su apuesta cobraba sus frutos, todos los soldados desenvainaron espadas.
-¿Y si no los hay?-Preguntó un joven, dispuesto a dar mas aliento a las palabras del loco oficial.
-¡Los buscaremos entonces!-Dijo el enagenado soldado, mientras miraba a sus soldados, y un segundo antes echaba a correr, gritando, rugiendo y seguido de su propio séquito.
Se dijo años después que aquel soldado llegó a ser el rey de una tierra mucho mayor de lo que lo fue entonces su reino, pero eso es ya otra historia.
2 comentarios:
Me ha gustado, tiene garra y dejas abierta la puerta a esa otra historia. Será que con La Conquista de Ughur estoy disfrutando de este género.
Enhorabuena.
El miedo nos impide realizar muchas cosas importantes o no.El buen soldado venció su miedo y...llegooooo a ser rey!!Muy bueno!!!besitosssssssss
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