domingo, 6 de julio de 2014

Cestifeneo y la prisión mágica.


La puerta del improvisado y falso tribunal era tosca y oscura, así como el ambiente húmedo y añejo. A su espalda se hallaban seres de toda clase social, tamaño, grandeza, pasado, presente y futuro. No había distinción en los actos en los que se presume el beneficio de la duda, aunque éste se halle ausente.

Él se encontraba allí, frente a ellos, sobre un pequeño montículo de madera. Sus manos esposadas eran más un símbolo, y sus enormes ojeras eran las auténticas acusadoras, así como los tatuajes salados que caían desde sus párpados hasta su cuello, rebasando las blancas mejillas de su cara.

Las paredes de aquella penitenciaria eran suaves y delgadas. Los que allí moraban no eran asesinos, ni violadores, ni siquiera ladrones, o no en el sentido estricto de la palabra. Allí moraban los traidores, los falsos, los mentirosos, todos aquellos que rompieron, de alguna manera la ilusión, entereza o fe de alguien que en ellos las destinó.

A él sin embargo, le esperaban desde hacía semanas. Su crimen había pasado por los oídos de todas las tierras circundantes, y cuando le vieron, tan delgado y menguado, tan indiferente ante todo, no pudieron creer que aquel fuese el malhechor que había tratado así a una dama.

-¡En pie, en pie!-Bramó sin expresión alguna en su cara el juez designado para aquel caso, un ilustre letrista de canciones de amor conocido por haber escrito cien letras para una sola mujer-Da comienzo el juicio del poeta Cestifeneo, natural de Aligoria del norte.
Los cargos que se le imputan son los de infamia, conspiración, muerte súbita, expropiación y, en última instancia, y más grave cargo, falsedad intrínseca. ¿Cómo os declaráis?

Sin embargo, Cestifeneo, un joven muchacho con el pelo capaz de taparle los ojos se hallaba arrodillado en aquel montículo de funesta madera. Las antorcas iluminaban su sombra y se podía advertir su mirada perdida debajo de su pelo. Sus ojos eran oscuros, vidriosos, y su piel, blanca.

-Acusado, se le ha preguntado por su condición-Inquirió el juez, dando un seco golpe con su mazo.

Al levantar la cabeza, Cestifeneo miró directamente a aquel anciano. Miró sus esposas y, en último lugar, hecho una mirada rápida al tribunal.

-¿De qué me puede servir declararme inocente o culpable cuando he perdido todo aquello que llegó a importarme en un corazón ya harto deshilachado?
-Así pues, ¿Acepto vuestro mandato como culpabilidad?
-Si eso os place, seré culpable de todo lo que me impongáis-Sentenció el joven poeta, mirando el suelo nuevamente, sin tener en cuenta el tétrico murmullo acusador y presuntuoso que levantaron sus palabras a sus espaldas.

Justo cuando iba a dar por finalizado aquel polémico caso, las puertas se abrieron, y de ellas penetró un pequeño ser, un duende, para ser exactos.

-¡No te atrevas a declararte culpable sin contarles los hechos!-Dijo
-Percivan...-La voz de Cestifeneo era triste-Ya lo hemos hablado.
-Sin embargo-Dijo de repente, el juez, admirado ante el descaro del pequeño ser-Yo no he oído los hechos de vuestros labios, joven poeta.

Con resignación, Cestifeneo suspìró:

-Los cargos que me imputáis no son otros que los de haber enamorado a la mujer que amo, y, en el zenit de toda una maraña de amores, luces, emblemas, aromas, caricias y, sobretodo, pura lealtad, la abandonase sin explicaciones. Esa es vuestra propia y única sentencia.

La mia, sin embargo, se remonta a mis antepasados, a lo que hicieron todos y cada uno de ellos. Conocidos poetas que, en secreto, se dedicaron a la misogínia, plasmándola de manera putaresca y con andares de mujeriego a las espaldas de las enamoradas que tanto cariño les profesaba.

¿Y si yo, aunque mi alma se fundiese con la suya, aunque mi corazón fuese la sombra del suyo, me convirtiese así? No, no podría soportar su mirada desengañada.

La amé como solo el fluir del agua puede amar a las gotas que se le unen. La amé tanto que me dolía el tocarla pues sabía que era una caricia de menos que tendria de ella. La amé tanto, que decidí salir de su vida, de manera cortante, para evitar la perfidia de las explicaciones baratas y, entretanto, me fustigué cada noche en mi amarga soledad.

Vos creeis que mis actos vienen denotados por un interés egoísta provocado por la irradiable sordera del cansancio de una mujer, cuando, en efecto, me hubiese cansado de una mujer, pero nunca de tamañan ninfa. No voy a mentir los cargos que se me imputan, pues prefiero exiliarme de todo amor conocido a acabar con la más brillante velas que jamás contemple esta triste tierra.

El silencio se apropió de la sala, al tiempo que Cestifeneo se levantaba a ser encarcelado.

-¡Pero...-Intentó gritar el juez.
-No hay peros que valgan...-Interrumpió secante el poeta-No voy a permitir que mis recuerdos sean bañados con la vileza de la carne o el desasosiego. Vos me encarcelais, mis letras morirán conmigo y mi amada, con el tiempo no recordará mi nombre.
-¿Y es así como de verdad lo queréis?
-Es así, como en verdad me convenzo cada vez que oigo sus llantos en mis oídos.




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