lunes, 1 de noviembre de 2010

Solo

Sentado en la cama me desvanecí.
No sé si fue por mi crimen, por mi arrogancia o porque estaba solo en el mundo.
Pero asi fue.
Cuando la trigésimo gran gota calló de la muñeca izquiera, sentí que me liberaba. No fue doloros, ni mucho menos, placentero, fue mas bien una brisa de aire viciado y espeso. Si, esa sería la mejor comparación.
Entonces pensé en que si había alguien que me hacia compañia.
Madeleine...
Ella, mi hija.
Ella fue quién hizo de mi un hombre completo. Quién me libró de la bebida, de las malas calles e, incluso, me consiguió un trabajo.
De repente me di cuenta que no sabia porque mi cama estaba teñida de sangre, pues yo me había cortado en el suelo, tras mi botella de bourbon.
Madeleine era vivaracha, simpatica y muy susupicaz. Con sus escasos siete años ya dibujaba mejor que yo. Me fijé en que había algo encima de la cama, y a su lado, un charcho de lágrimas.
Por desgracia, Madeleine sufría cáncer.
Y entonces recordé todo.
Y recordé que no pensaba vivir esta vida sin mi hija.
Allá voy cariño...

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